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El piano viejo

Cuento

Rómulo Gallegos

Eran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos, maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María, después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su insana pasión por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron con una diversa fortuna hacia un destino diferente.

Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor, cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana el consejo suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre abierta para todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su fortuna, a título de dote.

Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos, donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado, manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si de un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la mesa común, siempre aderezados los puestos de todos.

Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una noble predestinación.

Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quienes nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía hacer todo lo posible para pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba, austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire con la carga de su voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de aliento que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.

Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma: mientras sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella, refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez enfermiza, como si tampoco se creyera con derecho a este disfrute inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas se volvieron mujeres, y fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y tuvieron hijos; a ella, siempre preterida, que hasta su padre se olvidaba de contarla entre sus hijos, nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber cómo eran las ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y fue así como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.

Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras, las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto aquella razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara nunca.

Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de su insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas, sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y remudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa los puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica mantenía y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya que su humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.

Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en los patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de atractivos.

Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba, quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía: Se parece a mí. No servimos sino para romper las armonías. Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma: ¡Oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!

Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como la amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos para que adivine quién es.

Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la casa, registrando gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar sobre la partición de los bienes de la muerta.

La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal, y cada alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos, el aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica, arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la estimación social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los avergonzaba con su sordidez.

Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el marido de Ester no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió siempre para que Ester invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano avaro dinero para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero siempre de tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le debía agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y complacido de su propia generosidad.

Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los uniera, y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la expectativa de la discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar, enmudecieron con ese recogimiento instintivo de los momentos en que se va a echar la suerte, y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos los pensamientos, como una última tentativa conciliadora a cumplir el encargo paterno: ¡Tú serás la paz y la concordia!

Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble destino de amor y de bondad, y fue así cómo vinieron a explicarse por qué ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba a esconder en su presencia las malas pasiones.

En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suceder, sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.

Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento de las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la defensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer sobre el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a disputarse la mejor porción.

La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea, y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta que por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos, con el arma en la mano, desafiándose a muerte.

Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces, en un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos oyeron indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.

Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso, guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en presencia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose con aquel suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple, pero buena.

Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.

Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana, cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria: ¡Oigan a Luisana!

FIN

 




 

 

 

Saliendo del colegio me iba a trabajar a la farmacia Valhalla. El dueño era mi tío, el señor Ed Marshall. Lo llamaba «Señor Marshall» porque todo el mundo, incluida su esposa, lo llamaba así. Con todo, era un hombre simpático.

Tal vez la farmacia fuera un poco anticuada, pero era amplia, oscura y fresca: en los meses de verano no había en el pueblo un lugar más agradable. A la izquierda, según entrabas, había un mostrador con cigarrillos y revistas donde generalmente se encontraba el señor Marshall, un hombre regordete, de cara cuadrada, piel color de rosa y bigotes blancos, viriles, retorcidos en las puntas. Más allá del mostrador estaba la hermosa fuente de soda. Era muy antigua y estaba hecha de mármol fino, color amarillo claro, suave al tacto, sin el menor brillo barato. El señor Marshall la compró en una subasta en Nueva Orleáns, allá por 1910, y estaba sencillamente orgulloso de ella. Cuando te sentabas en aquellos taburetes altos y gráciles te veías reflejado de un modo tenue, como a la luz de las velas, en una serie de espejos antiguos enmarcados en caoba. Todas las mercancías eran exhibidas en cajitas de cristal que parecían vitrinas de anticuario y se abrían con llaves de bronce. En el aire siempre flotaba un aroma a almíbar, nuez moscada y otras delicias.

Valhalla fue el lugar de reunión del condado de Wachata hasta que un tal Rufus McPherson llegó al pueblo y abrió una segunda farmacia, justo en el lado opuesto de la plaza del juzgado. El viejo Rufus McPherson era un villano, es decir, le ganó el negocio a mi tío. Hizo instalar un equipo muy moderno: ventiladores eléctricos, luces de colores, autoservicio y emparedados de queso fundido para llevar. Aunque obviamente hubo quienes se mantuvieron fieles al señor Marshall, la mayoría no pudo resistirse a Rufus McPherson.

Durante un tiempo, el señor Marshall decidió ignorarlo: si mencionabas a McPherson emitía una especie de ronquido, se llevaba los dedos al bigote y desviaba la vista. Pero era evidente que estaba furioso. Y cada vez más. Un día, a mediados de octubre, entré en Valhalla y lo encontré en la fuente de soda jugando al dominó y bebiendo vino con Hamurabi.

Hamurabi era egipcio y más o menos dentista; no tenía muchos clientes porque, gracias a un elemento del agua de aquí, los de estos alrededores tienen unos dientes excepcionalmente fuertes. Pasaba gran parte del tiempo en Valhalla y era el mejor amigo de mi tío. Tenía muy buena pinta: piel morena y sobre dos metros de estatura. Las matronas del pueblo encerraban a sus hijas bajo llave y aprovechaban para mirarlo ellas. No tenía el menor acento extranjero; siempre pensé que era tan egipcio como un marciano.

El caso es que allí estaban, dando cuenta de una enorme jarra de vino tinto italiano; una escena inquietante, pues el señor Marshall era un abstemio consumado. Obviamente pensé: al fin Rufus McPherson le ha hecho perder los estribos. Sin embargo, no era así.

-Ven, hijo -me llamó-, toma una copa de vino.

-Claro -dijo Hamurabi-, ayúdanos a acabarlo. Es comprado; no podemos desperdiciarlo.

Mucho más tarde, cuando la jarra se secó, el señor Marshall dijo, poniéndola en alto:

-¡Ahora veremos! -y así desapareció en la tarde.

-¿Adonde va? -pregunté.

-Ah -fue todo lo que Hamurabi pudo decir. Le gustaba fastidiarme.

Pasó media hora antes de que mi tío regresara. Traía una carga que lo hacía encorvarse entre gemidos. Colocó la jarra sobre la fuente y retrocedió, frotándose las manos, sonriente.

-Y bien, ¿qué les parece?

-Ah -musitó Hamurabi.

-¡Caramba! -dije.

Era la misma jarra de vino, pero maravillosamente distinta, pues ahora estaba repleta de monedas de diez y de cinco centavos que lanzaban un brillo opaco a través del grueso vidrio.

-Es bonita, ¿no? -dijo mi tío-. Me la han llenado en el banco. Las monedas más grandes que han entrado son las de cinco centavos; pero bueno, ahí hay mucho dinero.

-Pero… ¿para qué, señor Marshall? -pregunté-, quiero decir, ¿de qué se trata?

La sonrisa del señor Marshall se transformó en una mueca.

-Es una jarra de plata…

-El tesoro al final del arco iris -interrumpió Hamurabi.

-…se trata, como tú dices, de que la gente adivine cuánto dinero hay ahí. Pongamos que compras por valor de veinticinco centavos; pues ya tienes una oportunidad de adivinar. Cuanto más compras, más oportunidades tienes. De aquí a Navidad voy a llevar todas las apuestas en un libro de cuentas, y el que se acerque más a la cifra se llevará el montón.

Hamurabi asintió con solemnidad.

-Se ha convertido en un Santa Claus astuto -me dijo-. Voy a casa a escribir un libro: El ingenioso asesinato de Rufus McPherson.

A decir verdad, Hamurabi escribía relatos de vez en cuando y los enviaba a revistas. Siempre se los devolvían.

Fue casi milagrosa la forma en que el condado de Wachata se aficionó a la jarra de plata. Valhalla no había dado tanto dinero desde que el pobre Tully, el jefe de estación, se volvió loco y dijo que había encontrado petróleo detrás de la estación, y el pueblo se llenó de perforadores de pozos. Hasta los haraganes del billar, que jamás gastaban un céntimo en algo no relacionado con el whisky o las mujeres, invirtieron sus ahorros en leches batidas. Algunas damas ya entradas en años condenaron públicamente la iniciativa del señor Marshall por considerarla un juego de azar, pero no causaron mayor problema y algunas incluso encontraron un rato libre para visitarnos y aventurar una apuesta. Los de mi clase enloquecieron con el asunto, y yo me hice muy popular entre ellos, pues creían que sabía la respuesta.

-Te diré lo que pasa -me dijo Hamurabi, encendiendo uno de los cigarrillos egipcios que compraba por correo a un estanco de Nueva York-. No es lo que te imaginas, no se trata de codicia. No. Lo que fascina es el misterio. Si ves todas esas monedas no piensas «¡Qué dineral!» sino «¿Cuánto debe haber?». Es una pregunta profunda de verdad; puede significar cosas distintas para gente distinta. ¿Entiendes?

En lo que respecta a Rufus McPherson, ¡vaya si estaba enfurecido! Cuando se hacen negocios se cuenta con la Navidad para obtener buena parte de las ganancias anuales. Ahora estaba más que obligado a encontrar clientes, así que trató de imitar lo de la jarra, pero era tan tacaño que la llenó con monedas de un centavo. También escribió una carta al director de The Banner, el semanario del pueblo, diciendo que el señor Marshall merecía ser «embarrado de brea, emplumado y ahorcado por convertir a niñitos inocentes en apostadores empedernidos y conducirlos al camino del averno». Obviamente fue el hazmerreír del pueblo; no suscitó otra cosa que desprecio. Así, para mediados de noviembre, se limitaba a sentarse en la acera, frente a su farmacia, y mirar con amargura la algarabía al otro lado de la plaza.

Por esa época llegó Appleseed, en compañía de su hermana. Era un desconocido, al menos nadie recordaba haberlo visto antes. Después le oiríamos decir que vivía en una granja a un kilómetro y medio de Indian Branches, que su madre apenas pesaba treinta kilos y que tenía un hermano dispuesto a tocar el violín en cualquier boda a cambio de cincuenta centavos; aseguró que solamente se llamaba Appleseed y que había cumplido doce años (pero Middy, su hermana, dijo que ocho). Tenía el pelo lacio y rubio, un rostro enjuto, curtido por el clima, con ansiosos ojos verdes que miraban de un modo sagaz y penetrante; era pequeño, frágil, y siempre iba vestido del mismo modo: suéter rojo, pantalones de dril azul y botas de adulto que hacían clop clop a cada paso.

Aquel primer día en que entró en Valhalla estaba lloviendo; el pelo se le había aplastado como una gorra sobre la cabeza y sus botas estaban embadurnadas del barro rojizo de los caminos del condado. Fue contoneándose hasta la fuente como un vaquero y Middy le siguió. Yo estaba secando vasos.

-Oí lo de la jarra esa llena de dinero que regalan -dijo, mirándome directamente a los ojos-. Ya que la regalan, nos la pueden dar a nosotros. Me llamo Appleseed; mi hermana Middy.

Middy era una niña triste, muy triste, de rostro pálido y lastimero, bastante más alta que su hermano: un verdadero espárrago. Le habían dejado el pelo color de estopa cortado como un casquete, llevaba un vestido de algodón deshilachado que ni siquiera le cubría sus huesudas rodillas y tenía algún defecto en los dientes que trataba de ocultar presionando los labios como una señora vieja.

-Lo siento -dije-, tienes que hablar con el señor Marshall.

Y así lo hizo. Pude oír cómo mi tío le explicaba lo que había que hacer para ganar la jarra. Appleseed escuchaba con atención, asintiendo de vez en cuando. Finalmente regresó, se puso frente a la botella, la tocó apenas y dijo:

-¿Verdad que es bonita, Middy?

Middy dijo:

-¿Nos la darán?

-Hay que adivinar cuánto dinero hay dentro. Hay que gastarse veinticinco centavos para poder apostar.

-Uy, ¿de dónde vas a sacar veinticinco centavos?

Appleseed encogió los hombros y se rascó la barbilla.

-Eso es muy fácil, déjamelo a mí. Pero no puedo correr riesgos, tengo que saberlo.

Regresaron a los pocos días. Appleseed trepó a un taburete y pidió atrevidamente dos vasos de agua, uno para él, otro para Middy. Entonces fue cuando habló de su familia:

-…y luego está Papi Pa, el padre de mi mamá. Es un francés cajún porque no habla bien inglés. Mi hermano, el del violín, lleva tres veces en la cárcel… por su culpa tuvimos que irnos de Luisiana. Le dio un mal pinchazo a un tío en una pelea a navajazos por una mujer diez años mayor que él. Ella era rubia.

Middy, que estaba a sus espaldas, dijo nerviosa:

-No deberías andar contando nuestros asuntos personales de ese modo, Appleseed.

-Tú te callas -y se calló-. Es muy buena -añadió, volviéndose para darle una palmada en la cabeza-, pero hay que controlarla. Deja de hacer rechinar los dientes y ve a ver los libros de dibujitos. Appleseed tiene que hacer cálculos.

«Hacer cálculos» significó contemplar la jarra fijamente, como si quisiera devorarla con los ojos. La examinó un buen rato, la barbilla apoyada en su mano, sin parpadear una sola vez.

-Una señora de Luisiana me dijo que yo podía ver más cosas que otros porque nací con una vuelta de cordón.

-A que no ves cuánto hay ahí -le dije-. ¿Por qué no dejas que te venga un número a la cabeza? Tal vez sea el bueno.

-No, no -dijo-, es arriesgadísimo. No puedo arriesgarme; solo hay una manera, contar las monedas.

-¡Contar!

-¿Contar qué? -preguntó Hamurabi, que acababa de entrar y se estaba acomodando junto a la fuente.

-Este chico dice que va a contar cuánto hay en la jarra -expliqué.

Hamurabi miró a Appleseed con interés.

-¿Cómo piensas hacerlo, hijo?

-Pues contando -aclaró como algo obvio.

Hamurabi rió.

-Deberías tener rayos X en los ojos, chico. Es todo lo que puedo decirte.

-Qué va. Solo has de nacer con una vuelta de cordón. Me lo dijo una señora de Luisiana. Era una bruja y me quería tanto que cuando mi mamá no quiso dejarme con ella le echó una maldición y ahora solo pesa treinta kilos.

-Qué in-te-re-san-te -comentó Hamurabi, mirándolo con desconfianza.

Entonces intervino Middy mostrando un ejemplar de Secretos de la Pantalla. Le señaló una determinada fotografía a Appleseed y dijo:

-A que es la mujer más guapa del mundo. Mira, Appleseed, mira qué dientes tan bonitos. Ni uno fuera de sitio.

-Ten quietos los tuyos.

Cuando se fueron Hamurabi pidió una naranjada y se la bebió lentamente mientras fumaba un cigarrillo.

-¿Crees que ese chico está bien de la azotea? -preguntó finalmente, con voz intrigada.

Los pueblos son lo mejor para pasar la Navidad; enseguida se crea el ambiente y su influjo los hace revivir. Para la primera semana de diciembre, las puertas de las casas estaban decoradas con guirnaldas y los escaparates relumbraban con campanas de papel rojo y copos de nieve de gelatina centelleante; los chicos iban de excursión al bosque y regresaban arrastrando fragantes árboles de hoja perenne; las mujeres se encargaban de hornear pasteles de fruta, destapar frascos de compota de manzana y pasas, abrir botellas de licor de uva y de zarzamora; en la plaza habían adornado un enorme árbol con celofanes plateados y focos de colores que se encendían de noche; ya entrada la tarde se podía oír el coro de la iglesia presbiteriana ensayando los villancicos para la función anual; en todo el pueblo florecían las camelias japonesas.

La única persona que parecía al margen de esa atmósfera cordial era Appleseed. Insistía en su tarea declarada: contaba el dinero de la botella con sumo cuidado. Iba todos los días a Valhalla a concentrarse en la jarra, frunciendo el entrecejo y farfullando para sí. En un principio esto fue causa de asombro, pero después de un tiempo nos aburría y ya nadie hacía el menor caso. Appleseed no compraba nunca nada, parecía incapaz de reunir los veinticinco centavos.

A veces hablaba con Hamurabi, que le había cobrado afecto y de vez en cuando le invitaba a un caramelo, a una barrita de regaliz.

-¿Todavía cree que está loco? -le pregunté.

-No estoy seguro -dijo Hamurabi-, pero te diré una cosa: no come lo suficiente. Le voy a pagar un plato de carne asada en el Rainbow.

-Seguramente él le agradecería más que le diera veinticinco centavos.

-No. Lo que necesita es un plato de carne. Sería mejor que no se hubiera propuesto adivinar nada. Un chico tan excitable, tan raro… No me gustaría ser el responsable de que pierda. Sería de verdad una lástima.

Debo admitir que en aquel tiempo Appleseed solo me parecía extravagante. El señor Marshall le tenía compasión y los chavales habían tratado de burlarse de él, pero se dieron por vencidos al ver que no reaccionaba.

Que Appleseed estaba allí, sentado en la fuente de soda con el rostro arrugado y los ojos siempre fijos en la jarra, era algo tan claro como el agua, pero se abstraía tanto que en ocasiones causaba la macabra impresión de, bueno, de no estar allí. Y apenas sentías esto, despertaba para decir algo como «¿Sabes?, ojalá ahí dentro haya una moneda con búfalo, de las de 1913; un tipo me dijo que sabe un sitio donde las monedas con búfalo valen cincuenta dólares», o «Middy será toda una estrella de cine; las estrellas de cine ganan mucho dinero, nunca más volveremos a comer col verde. Pero Middy dice que mientras sus dientes no sean bonitos no podrá hacer películas».

Middy no siempre lo acompañaba. En esas ocasiones en que iba solo, Appleseed no era el mismo; se comportaba con timidez y se marchaba pronto.

Hamurabi mantuvo su promesa y le invitó a un plato de carne asada en el café.

-Mr. Hamurabi es muy bueno -diría Appleseed-, pero tiene unas ideas raras; se cree que si viviera en ese sitio, Egipto, sería rey o algo así.

Y Hamurabi dijo:

-El chico tiene la fe más conmovedora del mundo, es una maravilla verlo, pero todo este asunto empieza a hartarme -hizo un gesto señalando la jarra-. Es cruel despertar esa clase de esperanza en cualquier persona, y me arrepiento de haber tenido que ver en ello.

El pasatiempo más popular relacionado con Valhalla consistía en decidir lo que uno haría si ganaba la botella. Entre los involucrados en esto se encontraban Solomon Katz, Phoebe Jones, Carl Kuhnhardt, Puly Simmons, Addie Foxcroft, Marvin Finkle, Trudy Edwards y un hombre de color llamado Erskine Washington. Algunas de las respuestas: un viaje a Birmingham para hacerse la permanente, un piano de segunda mano, un pony Shetlan, un brazalete de oro, una colección de libros Rover Boys y un seguro de vida.

En una ocasión, el señor Marshall le preguntó a Appleseed qué compraría.

-Es un secreto -contestó. No había súplicas suficientes para hacerle hablar, pero fuera lo que fuese, era obvio que lo necesitaba muchísimo.

En esta parte del país el verdadero invierno no llega hasta fines de enero, y suele ser bastante moderado y corto. Pero en el año del que escribo, recibimos las bendiciones de una ola de frío una semana antes de Navidad. Hay quienes todavía hablan de eso, tan terrible fue: las tuberías se congelaron; muchos tuvieron que pasar días enteros acurrucados bajo sus edredones por no haber recogido leña a tiempo; el cielo cobró ese extraño tono gris opaco que precede a las tormentas y el sol era más pálido que una luna evanescente; un viento afilado hacía que las ramas, secas desde el último otoño, cayeran a pedazos en el suelo helado, y en dos ocasiones el pino de la plaza del juzgado perdió sus adornos navideños; respirabas y el vaho formaba nubes humeantes.

En las afueras donde vivía la gente pobre, cerca de la hilandería, las familias se apretujaban por las noches y contaban cuentos para olvidarse del frío. En el campo los granjeros cubrían sus plantas delicadas con sacos de yute y luego rezaban. Algunos aprovecharon el clima para sacrificar sus cerdos y llevar al pueblo salchichas frescas. El señor R. C. Judkins, nuestro borracho local, se disfrazó con un traje rojo e hizo de Santa Claus en un almacén. Judkins era padre de una familia numerosa, de modo que todos se alegraron al verlo suficientemente sobrio para ganarse un dólar. Hubo muchos actos en la parroquia, y en uno de ellos el señor Marshall se encontró frente a frente con Rufus McPherson. Hubo intercambio de palabras pero no de golpes.

Como ya dije, Appleseed vivía en una granja, a kilómetro y medio de Indian Branches, es decir, estaba a unos cinco kilómetros del pueblo. Sin embargo, a pesar del frío, iba a Valhalla todos los días y se quedaba hasta la hora de cerrar, cuando ya era de noche, pues los días se habían vuelto más cortos. En ocasiones se iba con el capataz de la hilandería, pero eso sucedía rara vez. Se le veía cansado, tenía arrugas de preocupación en las comisuras de la boca; siempre tenía frío y temblaba mucho; no creo que usara ropa de abrigo bajo el suéter rojo y el pantalón azul.

Tres días antes de Navidad anunció de improviso:

-Bien, ya he terminado. Sé cuánto hay en la botella.

Lo dijo de forma tan absolutamente segura y solemne que era difícil ponerlo en duda.

-¡Cómo! ¿A ver? No, espera un momento, hijo -Hamurabi estaba presente-. Es imposible que lo sepas, te equivocas si lo crees: solo tendrás un disgusto.

-No me sermonee, Mr. Hamurabi. Sé lo que me hago. Una señora de Luisiana me dijo…

-Sí, sí, sí, pero debes olvidarlo. Yo que tú me iría a casa, me estaría tranquilo y me olvidaría de la maldita jarra.

-Esta noche mi hermano va a tocar el violín en una boda en Ciudad Cherokee y me va a dar el dinero -dijo con terquedad Appleseed-. Mañana apostaré.

Cuando Appleseed y Middy llegaron al día siguiente, me sentí emocionado. Tenía, en efecto, la moneda de veinticinco centavos cosida al pañuelo rojo que llevaba en la cabeza. Deambularon ante las vitrinas, tomados de la mano, intercambiando murmullos para ver qué adquirían. Finalmente se decidieron por una botella de loción de gardenia del tamaño de un dedal. Middy la abrió de inmediato y vació en su pelo casi todo el contenido.

-Huelo como… ¡Virgen María, no había olido nada tan dulce! Appleseed, déjame ponerte un poco en el pelo.

Pero él no se dejó.

El señor Marshall sacó la libreta donde llevaba las apuestas; mientras tanto, Appleseed trepó a la fuente y acarició la jarra. Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban rojas de excitación. Casi todos los que estaban en Valhalla se le acercaron. Middy se quedó al fondo, en silencio, rascándose una pierna y oliendo la loción. Hamurabi no estaba.

El señor Marshall lamió la punta de su lápiz y sonrió:

-Bueno, hijo, ¿qué dices?

Appleseed respiró hondo.

-Setenta y siete dólares y treinta y cinco centavos -exclamó.

Era original escoger una cifra tan irregular; normalmente las apuestas eran cifras redondas. El señor Marshall repitió la cifra solemnemente mientras la anotaba.

-¿Cuándo sabré si he ganado?

-En Nochebuena -dijo alguien.

-Es mañana, ¿no?

-Sí, claro que sí -dijo el señor Marshall, en tono neutro-. Ven a las cuatro.

Por la noche el termómetro descendió aún más, y hacia la madrugada hubo una de esas lluvias rápidas que parecen tormentas de verano; así, el día siguiente amaneció despejado y muy frío. El pueblo parecía la tarjeta postal de un escenario nórdico, con carámbanos que brillaban blanquísimos en los árboles y flores de escarcha que cubrían todas las ventanas. El señor R. C. Judkins se levantó temprano, sin motivo aparente, y recorrió las calles haciendo sonar una campana para la cena; de vez en cuando se detenía a tomar un trago de la pinta de whisky que llevaba en el bolsillo. Como no hacía viento, el humo se alzaba perezoso en las chimeneas hacia un cielo todavía congelado, quieto. A media mañana el coro presbiteriano estaba en pleno apogeo y los chicos del pueblo (con máscaras terroríficas, como en Halloween) se perseguían incansablemente alrededor de la plaza con tremendo alboroto.

Hamurabi llegó al mediodía para ayudarnos a arreglar Valhalla. Había comprado en el camino una rolliza bolsa de castañas que comimos entre los dos, arrojando las cáscaras a una estufa barrigona recién instalada en medio de la sala (un regalo que el señor Marshall se había hecho a sí mismo). Entonces mi tío cogió la jarra, la limpió bien y la colocó en una mesa situada en un lugar prominente. Después no fue de gran ayuda, pues se pasó horas atando y desatando una raída cinta verde en torno a la jarra. Hamurabi y yo tuvimos que hacer lo demás: fregamos el suelo, limpiamos los espejos y las vitrinas y colocamos guirnaldas verdes y rojas de papel crepé de pared a pared. Cuando terminamos, el local tenía un aspecto sumamente refinado y elegante, pero Hamurabi contempló nuestra obra con tristeza y dijo:

-Bueno, creo que es mejor que me vaya.

-¿No te quedas? -preguntó el señor Marshall, muy asombrado.

-No, no -dijo Hamurabi, negando con la cabeza-. No quiero ver la cara de ese niño. Estamos en Navidad y tengo intenciones de pasar un rato alegre; no podría con eso en la conciencia. ¡Diablos!, no podría ni dormir.

-Como quieras -dijo el señor Marshall, encogiéndose de hombros, pero era obvio que estaba ofendido-. Así es la vida y, quién sabe, tal vez gane.

Hamurabi suspiró desolado:

-¿Cuánto ha dicho?

-Setenta y siete dólares con treinta y cinco centavos -dije.

-Es fantástico -Hamurabi se sentó en una silla junto al señor Marshall, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo-. Si hay chocolates Baby Ruth me comería uno, tengo la boca amarga.

Nos quedamos los tres en la mesa, y a medida que avanzaba la tarde nos fuimos sintiendo cada vez más tristes. Apenas cruzamos palabra. Cuando los chicos se alejaron de la plaza del juzgado el único sonido provino del reloj que tañía las horas en el campanario. Valhalla estaba cerrado, pero la gente no dejaba de pasar ni de asomarse por el ventanal. A las tres el señor Marshall me dijo que abriera la puerta.

En veinte minutos el sitio quedó atestado. Todo el mundo iba endomingado y el aire se impregnó de un aroma dulce, pues las chicas de la hilandería se habían perfumado con vainilla. Había gente apoyada en la pared, subida a la fuente, apretujada como podía; pronto la multitud se extendió a la acera y la calle. La plaza estaba circundada de camionetas y Fords modelo T en los que habían venido los granjeros y sus familias. Menudeaban las risas, los gritos, las bromas (algunas damas se quejaron de las groserías y los burdos modales de los muchachos, pero nadie se fue). En la entrada lateral había un grupo de gente de color; parecían ser los más divertidos.

Todo el mundo trataba de sacarle el mayor provecho al acontecimiento, y es que aquí todo está siempre tan tranquilo: no suelen pasar cosas. No me equivoco si digo que todo el condado de Wachata estaba presente, salvo los inválidos y Rufus McPherson. Entonces busqué a Appleseed y no lo encontré por ningún lado.

El señor Marshall se abrió paso y dio una palmada de atención.

Esperó hasta que se hizo el silencio y el ambiente estuvo apropiadamente tenso, alzó la voz como un subastador y dijo:

-Escuchen todos, en este sobre que ven en mi mano -sostenía un sobre manila sobre su cabeza-, bien, ahí está la respuesta que hasta ahora solo conocen Dios y el First National Bank, ja, ja, ja. Y en este libro -lo alzó con la otra mano- tengo escritas sus apuestas. ¿Alguna pregunta? -un silencio absoluto-. Bien. Veamos, necesitaríamos un voluntario…

No hubo alma que se moviera un centímetro, fue como si una espantosa timidez se apoderara de la multitud, incluso los más fanfarrones del lugar se limitaron a arrastrar los pies, intimidados. Luego una voz aulló. Pertenecía a Appleseed:

-Déjenme pasar… apártese, por favor, señora -Appleseed empujaba desde atrás. A su lado iban Middy y un muchacho larguirucho de ojos soñolientos, el hermano violinista, evidentemente. Appleseed iba vestido igual que siempre, pero se había frotado hasta hacer que su cara cobrara una rosácea pulcritud. Tenía las botas lustradas y el pelo peinado hacia atrás y engominado.

-¿Llegamos a tiempo? -jadeó.

Pero el señor Marshall dijo:

-¿Conque tú deseas ser el voluntario?

Appleseed lo miró perplejo; luego asintió vigorosamente.

-¿Alguien tiene algo en contra de este joven?

Como hubo absoluto silencio, el señor Marshall dio el sobre a Appleseed, quien lo aceptó con tranquilidad. Se mordió el labio interior mientras lo examinaba un momento antes de rasgarlo.

A no ser por una tos ocasional o por el suave tintineo de la campana para la cena del señor R. C. Judkins, ningún sonido perturbaba la congregación. Hamurabi se apoyaba en la fuente, mirando al techo; Middy estaba embobada mirando por encima del hombro de su hermano; cuando este empezó a abrir el sobre dejó escapar un sofocado gritito.

Appleseed sacó una hoja de color rosa, la sostuvo como si fuera muy frágil y murmuró para sí mismo el mensaje escrito.

De repente, su rostro empalideció y las lágrimas brillaron en sus ojos.

-Vamos, muchacho, ¡habla! -exclamó alguien.

Hamurabi se adelantó y casi le arranca la hoja. Carraspeó y comenzó a leer hasta que su expresión cambió de la manera más cómica.

-¡Válgame Dios…! -dijo.

-¡Más fuerte!, ¡más fuerte! -exigió un coro molesto.

-¡Ladrones! -gritó furioso R. C. Judkins, que para entonces ya estaba bien entonado-, él olerá a gloria, pero yo huelo una rata.

Súbitamente el aire se llenó de silbidos y abucheos.

El hermano de Appleseed se volvió con el puño en alto:

-A callar. A callar antes de que les parta la cabeza y les salgan chichones del tamaño de un melón, ¿entendido?

-¡Ciudadanos! -gritó el alcalde Mawes-, ciudadanos, escúchenme, estamos en Navidad…

El señor Marshall subió a una silla y se puso a patear y dar palmadas hasta que se restableció un mínimo de orden. Cabe señalar que después se supo que Rufus McPherson había pagado a R. C. Judkins para que iniciara el revuelo. De cualquier forma, contenido el alboroto, aquel sobre quedó nada menos que en mi poder. Cómo, no lo sé.

Sin pensar, grité:

-Setenta y siete dólares con treinta y cinco centavos.

Naturalmente, la emoción hizo que yo mismo tardara en captar el sentido de mis palabras. Al principio solo era un número, pero el hermano de Appleseed lanzó un alarido triunfal y entonces me di cuenta. El nombre del ganador se propagó con rapidez, seguido de una llovizna de murmullos de admiración.

Daba lástima ver a Appleseed; lloraba como si estuviera herido de muerte, pero cuando Hamurabi lo alzó en hombros para que lo viera la multitud, se secó los ojos con las mangas del suéter y empezó a reír. R. C. Judkins gritó:

-¡Tramposo! -pero fue ahogado por una ensordecedora ronda de aplausos.

Middy me tomó del brazo.

-Mis dientes -musitó-, ahora sí que voy a tener dientes.

-¿Dientes? -dije, un poco aturdido.

-De los falsos -dijo ella-. Es lo que compraremos con el dinero, una hermosa y blanca dentadura postiza.

Pero en aquel momento solo me interesaba averiguar cómo lo había sabido Appleseed.

-Dime… -le dije a Middy, desesperado-, por Dios bendito, dime cómo sabía que eran setenta y siete dólares con treinta y cinco centavos, exactos.

Middy me dirigió una mirada extraña.

-Vaya. Si ya te lo dijo él -respondió muy seria-. Contó las monedas.

-Sí, pero ¿cómo?, ¿cómo?

-¡Caray!, ¿es que no sabes contar?

-¿Y no hizo nada más?

-Bueno -dijo, después de un momento de reflexión-, también rezó un poquito -se dirigió hacia la puerta, luego se volvió y gritó-: Además, nació con una vuelta de cordón.

Y eso fue lo más cerca que estuvo nadie de resolver el misterio.

A partir de entonces, si uno le preguntaba a Appleseed: «¿Cómo lo hiciste?», sonreía de un modo extraño y cambiaba de tema. Muchos años después se mudó con su familia a algún lugar de Florida, y no se volvió a saber de él.

Pero en nuestro pueblo su leyenda florece todavía. El señor Marshall murió en abril pasado. Cada año, por Navidad, la escuela baptista le invitaba para que contara la historia de Appleseed en la clase de religión. En una ocasión, Hamurabi escribió a máquina una crónica y la envió a varias revistas. No se la publicaron. El director de una de ellas le escribió: «Si la chica se hubiera convertido en estrella de cine, tal vez su historia tendría interés.» Y esto no fue lo que sucedió, así que ¿para qué mentir?

FIN



 




 

 




Videocuento "Los tres cerditos", con dibujos originales de Pedro Vidal




 

 

 

 

 

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